Por Marta Giai
Soy profesora de italiano, hablo fluido francés, amo el portugués, me defiendo con el inglés y estoy por empezar un curso de alemán.
Los idiomas me encantan, el origen y etimología de las palabras me apasiona y creo fervientemente en la magia de la comunicación por medio de ellas.
Sin embargo, si alguien me preguntara si hablo el piemontés, la bella lengua materna de mis abuelos italianos, respondería negativamente sin dudarlo. Es una pena, pero no tuve la suerte de compartir demasiado tiempo con ellos.
El abuelo Pietro, aquel muchacho que un día abandonó las bellas colinas del Piemonte y con unas pocas pertenencias y un boleto de tercera clase se embarcó rumbo a “la Merica” murió muy joven y sólo poseo de él unas pocas fotos y algunas anécdotas referidas por mi padre y mis tías.
Ya habituado a que lo llamaran Pedro, aquí aprendió el oficio de talabartero y fue un hábil artesano, muy requerido por numerosos y fieles clientes. En su modesta talabartería, entre las cinchas, arneses, botas y aperos, se destacaba un cartel: “Sempre avanti Savoia”. Un símbolo, supongo, de quien se consideraba un orgulloso súbdito de los monarcas del Reino de Italia.
Sus hijos aseguraban que uno de sus pocos vicios era tomar la sopa con vino y que era bon com ël pan; hombre de pocas palabras, mirada profunda y un gran corazón.
La abuela María era una vieja testona que dedicaba gran parte del día a brontolé. Tal vez no siempre había sido así, pero yo la conocí cuando ya era una anciana achacada que seguía añorando la tierra italiana que había dejado hacía varias décadas.
Invariablemente repetía: ¡porca miseria! esta llanura de porquería no se parece en nada al bello paisaje que yo veía todas las mañanas desde la ventana de mi humilde casa, allá en mi pueblito. Los magníficos Alpes, el Monviso, la nieve… acá, en cambio, esta tierra plana, interminable que se funde con el horizonte ¡te da un magon! y allá se iba, recitando bajito un rosario de maldiciones a buscar su sillón de mimbre. Se hamacaba, cerraba los ojos y se transportaba hacia aquel lugar lejano.
Haciendo memoria y evocando aquellas épocas, puedo recordar varias situaciones que me hacen reflexionar acerca de mi supuesta ignorancia en el tema lingüístico y cultural de mis ancestros.
Si alguien de la familia no estaba bien de salud, la preocupación era general, hasta que luego de consultar a la curandera que vivía cerca de casa, la nona volvía y serenamente afirmaba, que la mare ya había hecho lo que había que hacer y que el enfermo iba a estar en gamba en pocos días.
Chi a va pian, a va san e va lontan, nos repetían las tías, en tono de reto, cuando de niños nos atropellábamos apenas nos daban permiso de dejar la mesa para irnos a jugar.
Si les insistíamos para que nos llevaran a tomar un helado, primero ponían varias excusas, al mismo tiempo que mis primos y yo ensayábamos nuestras mejores caras de niños compungidos, hasta que finalmente una se apiadaba y decía: andoma, va y nosotros en segundos estábamos listos y esperando en la vereda.
En mis épocas de estudiante universitaria, lejos de mi pueblito enclavado en la Pampa Gringa, recuerdo que una tarde cuando estudiábamos en grupo y mientras nos pasábamos apuntes, hojeábamos libros y tomábamos litros de café, en un momento alguien comentó que el único que seguramente iba a aprobar era Sergio, porque se comentaba que la profe de Lingüística estaba enamorada de él. Yo, sin levantar la vista de mi lectura exclamé: Ma va, no puedo creer que la profe esté interesada en ese bonomass.
Todos rieron y yo me quedé seria sin entender la razón. ¿Qué decís, nena? ¿En qué idioma hablás? Lo pensé un poco y me di cuenta que mis amigos citadinos, jamás habían escuchado esas expresiones, tan comunes en mi zona.
Un día salimos a dar una vuelta con Griselda, otra compañera de la facultad. Ella estaba muy preocupada porque su novio parecía lejano, ensimismado, triste y temía que la estuviera engañando. ¿A vos te parece que me seguirá queriendo? Yo la miré y conociendo al buenazo de Fernando, le dije sin dudarlo: ¡altrocché Gri! Me miró desorbitada y sin entender nada. De nuevo, desde lo más profundo de mis raíces gringas, fluía alguna palabra desconocida en otros lares.
Muchas veces, ya casada, mi marido llegaba a casa y me preguntaba cómo estaba. I soma sì solía ser mi respuesta y ambos reíamos; ya era casi un código para resumir que había sido un día tranquilo, sin demasiadas novedades.
Aun hoy y cuando el tiempo me lo permite o la nostalgia me lo exige, me atrinchero en la cocina, luego de haber recogido de nuestro pequeño huerto algunas ramitas de laurel, un poco de orégano y unas hojas de salvia. Busco la nuez moscada, la rallo con cuidado y preparo salsa para acompañar unos ricos spaghetti. El aroma me transporta en el tiempo y puedo ver a la nona, con su bastón y su artritis a cuestas, estirando una masa casera, porque jamás mientras ella estuvo viva, alguien se atrevió a comprar pasta en el supermercado.
En los días inestables, dejo de prestar atención a las científicas predicciones meteorológicas y me instalo en el patio, observando nubes, oliendo el aire, oteando el horizonte y muchas veces puedo vaticinar con total convencimiento: vent da la costa, la pieuva a l’è nostra. Nunca pasan más de algunas horas, antes de que llegue la anunciada lluvia.
Ahora que ya soy abuela, hago grandes esfuerzos cuando mi hija, con razón, reprende a mi nieto más chico por alguna travesura, pero igual de vez en cuando se me escapa la frase: dejalo, pur masnà; glorioso resabio de mi sangre tana y de la ternura inmensa que siento por ese chiquitín.
Los ejemplos y las anécdotas se multiplican y comprendo que aparecen en cada etapa de mi vida, salpicando graciosamente a veces, o de modo casi trágico otras, acontecimientos triviales, vivencias tristes, bromas familiares, conversaciones de todo tipo y ante cualquier circunstancia.
Lo que se hereda no se roba, dice el sabio refrán, y a pesar de que nada me fue enseñado metódicamente y ni siquiera recuerdo que yo me haya esforzado por recordar palabras o frases de esa lengua que subyacía en nuestro entorno, ella se las arregló para emerger, para sobrevivir, para recordarme que allá en el lejano Piemonte italiano están mis raíces. Y yo, pequeña e insignificante rama de ese fuerte y añoso árbol, acepto orgullosa esa amorosa herencia.