Por Daniel Dachesky, médico psiquiatra
En ocasión del día mundial de la concientización sobre la Enfermedad de Alzheimer, nos parece oportuno puntuar algunos conceptos sobre los padecimientos neuropsiquiátricos asociados a la vejez. Conceptos claros entonces: envejecer no es sinónimo de enfermar. Envejecer sí, en cambio, se vincula a una inescapable gama de adaptaciones en general negativas que se vinculan a roles distintos a vivir/desempeñar. Cambian las capacidades, duelen las ausencias, la feminidad/masculinidad se reformulan, la economía se complica. Más allá, la paulatina pérdida de autonomía en funcionalidades que eran propias y habituales.
La Enfermedad de Alzheimer fue descripta por el neuropsiquiatra Alois Alzheimer, “el alemán” que popularmente se relaciona con los trastornos del envejecimiento, en los primeros años del siglo pasado en una mujer que rondaba los 60 años. Por entonces alguien de esa edad, asumiendo aquellas expectativas de vida, era alguien “senil”. Por esta razón recibió el nombre de demencia senil, algo que no se condice con la realidad; siendo una afección que comienza previamente a la senilidad.
Años después se va desentramando cuáles son los mecanismos por los cuales se produce, y descubriendo factores que son propios de ella. Claramente se presentan temprano en el paciente (quinta/sexta década de la vida). Vale aclarar que esta enfermedad tiene una presentación en la población sumamente baja, más allá que el término Enfermedad de Alzheimer se popularizó como sinónimo de demencia senil.
Hecha esta aclaración, y con la tónica de mirar de frente las palabras amenazantes, regresemos a la más temida: demencia. La mayoría de las afecciones neurodegenerativas son de causas mixtas, confluyentes. Tratándose de una enfermedad que tiene directa relación con la edad, y avanzando en nuestra sociedad con la longevidad de la población general, será obvio comprender que la incidencia de la misma es de consideración.
Argentina tiene alrededor de 300.000 personas que padecen algún tipo de demencia. Es imperioso reiterar que en la inmensa mayoría esta patología resulta fruto de variables previsibles: el distress crónico, el sedentarismo, los trastornos del colesterol, la hipertensión, la diabetes y el tabaquismo, factores que pueden tratarse para evitar una progresión al deterioro cerebral. El cerebro deja de funcionar correctamente y, de acuerdo a las áreas críticas afectadas, el paciente comienza a presentar síntomas que delatan el sitio alterado.
Problemas de memoria, razonamiento o conducta que suelen ser imperceptibles al comienzo de la enfermedad, son alertados por los convivientes del paciente. Cuando hablamos con los familiares es muy común que ellos mismos encuentren episodios anteriores en la vida del mismo que frente al diagnóstico relacionan y logran darles un porqué.
Conforme avanza el proceso, los síntomas lamentablemente lo hacen también y, si bien existen tratamientos farmacológicos y no farmacológicos, lo cierto es que no contamos con elementos que puedan frenar sustancialmente la progresión ni mucho menos curar como en otras patologías del geronte. Es muy importante sin embargo la consulta médica, tanto más precozmente para establecer estrategias de ayuda al paciente y a su familia.
Este es un concepto fundamental. Se deben establecer puentes de comunicación y de información clara para todos, lo cual redundará sin dudas en una evolución más favorable y con una enorme disminución de las eventuales complicaciones futuras. Esta consigna permite avanzar sobre el tratamiento de otras enfermedades usuales del adulto mayor que potencian la demencia, generar la necesaria interacción entre profesionales para su mejor asistencia y brindar psicoeducación, un concepto de la medicina preventiva que posee un valor aliviador y clarificador formidable.
Pensemos tan solo quién vive con el enfermo, un conviviente mayor que será necesariamente involucrado y que por definición es ya muy vulnerable. Las instancias medicamentosas resultan de una ayuda parcial y deben evaluarse con los profesionales que asisten al paciente.
Las terapias no farmacológicas son de una importancia decisiva. Resumidamente, todo estímulo sensorial, físico, social, lúdico, cognitivo que pueda recibir el paciente tiene un valor gigantesco y son las herramientas sobre las cuales la sociedad entera debería poner su esfuerzo toda vez que debemos entender que este grupo de enfermedades conforman un grave problema de salud pública. No siempre los recursos en salud, se enfocan en la medicina terciaria, y mucho menos en adultos mayores.
Volvamos al principio, envejecer no debe ser enfermar; por tanto no todos los olvidos son sinónimo de enfermedad. Existen muchas causas orgánicas y no orgánicas que provocan disturbios en la memoria, que son pasajeras o de resolución posible, o que encarnan una primera etapa del deterioro cognitivo de un individuo sobre el cual los recursos terapéuticos pueden dar mayores y mejores respuestas.
Por tanto, los olvidos no siempre son patológicos. Si bien su presencia, como otras limitaciones que se presentan sigilosamente en el discurrir de la vida, deben ser motivo de consulta y diagnóstico diferencial.
Asumo que las sociedades maduras y sanas asocian la vejez con el prestigio, el orgullo, la sabiduría, el respeto; y tal definición se traduce en el trato que se le brinda al adulto mayor en consecuencia. La nuestra no sería por tanto una sociedad muy saludable, porque una sociedad que olvida está sin dudas enferma. Trabajemos, entonces, de manera proactiva y recordemos (del latín re-cordis) lo que vuelve a pasar por el corazón.