Por Natalia Milocco
Detrás del tejido se besan, ahí donde está el gallinero también se besan, ahí donde no hay más gallinas, se besan, y también en la cocina, aunque la vecina los vea desde el pedazo de tejido que dejó sin cubrir la enredadera, o ella, a propósito, para poder ver un poco del otro lado.
Se besan, se abrazan y bailan escuchando a Alborán, “bendita toda conexión” cantan, lo repiten mientras acercan las bocas sonriendo, sus torsos desnudos se pegan, traspirados, y los pantalones flúo de uno van armando un collage con el del otro, en donde alguien, parece haber trazado, en un pedacito minúsculo de tela, todo el universo. Como esa minúscula casa en donde viven, casi tan grande como el gallinero sin gallinas que está al fondo del patio y en donde la Tere ahora guarda algunas cosas que ya no quiere tener en su casa.
El que tiene toda la galaxia en su pantalón no es del pueblo, y el de flúo sí, pero ya nadie se acuerda de él, ni de su cara, ni de su nombre, es un poco raro que eso pase en un pueblo, pero él logró el olvido. Son putos extranjeros, por eso a nadie le importa tanto, aunque a la Tere si le importa, y al marido de la Tere también, no puede ver a hombres besarse, ni que se lo cuenten, y cuando su hijo se los contó lo mandaron lejos, a otro país, o se fue el pibe solo, da igual y ahora hablan de él porque está muerto. Es mejor hablar de un muerto. Si existe un cielo, en ese lugar está él casi seguro, bailando “Dancing Queen” sin que ya nada importe, aunque la Tere se imagine un cielo hétero o de convertidos, reducados, arreglados o corregidos, en donde ella lo puso, ahí donde lo imaginó, un cielo a la medida como una memoria habitada solo por recuerdos aceptables.
Todavía vivía Paul, cuando sus padres dividieron el patio para hacer una casita, primero fue para la abuela, después con la idea de que ahí viviera él, todo antes de que les dijera que tenía novio, y cuando el Paul se fue a México pensaron en alquilarla, como una forma de ahorro. Primero con la idea de viajar a conocer la casa que tenía en Acapulco, y después se vino el casamiento en la playa, y ahí el pasaje lo pagó el Paul. Como no había mucho para alquilar en el pueblo, la casita siempre estaba habitada. Por ahí paso un señor soltero que trabajaba en el banco, después un médico que venía dos veces a la semana y hacía su “rotation” por la zona, hasta que se puso de novio con otra médica hija de unos amigos, pero eso es otra historia.
Un día llegó el del pedacito de galaxia en una tela, Fernando o Fernandito como le gustaba decirle a la Tere. Tan lindo, tan educado, Fernandito de acá, Fernandito de allá, la Tere hablaba de él igual que hablaba de su hijo, “Marquito” así le decía ella “Marquito” sin la s al final. Paul es el nombre que él se puso cuando se fue. Otro nombre, uno más propio, para poder así tener una vida, una vida más suya. Fernando o el Fer, como le decían los amigos, vino como ingeniero de la fábrica más grande del pueblo, un puesto importante, podría haber pagado una casa más grande, solo que no había. “¡No parecía, no parecía!” eso se repetía la Teresita, cada vez que lo veía llegar al novio los fines de semana. “No parecía, tan hombre, tan lindo, tan como cualquiera”. Y de vez en cuando deslizaba “si hubiera sabido no se la alquilaba, porque ¡andá a saber!”.
No se entendía que significaba ese “andá a saber”, quizás muchas, muchísimas cosas. Un temor pegado a una tristeza, o una vergüenza, porque ella sentía que el Paul les había hecho algo terrible, pero lo quería tanto y tenía tanto miedo que se fuera y no volviera, que le dijo “está bien, te acepto como sos”, habló de la aceptación como una resignación, y nunca pudo entender, que fue eso mismo, lo que a “Marquito” lo mandó bien lejos. “Yo siempre lo acepte a mi hijo porque era mi hijo ¿Qué iba a hacer? Pero esto es otra cosa, y es demasiado”. Lo decía así porque de alguna manera creía en el destino, en la conciencia divina o la voluntad de Dios, que hacía que una y otra vez tuviera putos del otro lado del alambrado. Su profesora de yoga una vez le dijo “y Tere, debe ser algo que debés sanar, y el universo te manda oportunidades para que lo hagas, tomá esto como una oportunidad para sanar, y sacarte ese dolor que tenés adentro, y te perdones”. Y el cura le dijo “hija, entienda que estos seres son corderos que se han desviado del buen camino, y quizás necesiten que usted obre como buena madre y les ayude a volver a encontrarlo, están profanando la vida que Dios les entregó, no pueden usar el milagro de la vida para cualquier cosa, pero mírelos con compasión, con la misma compasión que Cristo miró a sus asesinos en la cruz. No saben lo que hacen”. Algo así le dijo o así lo entendió la Tere y por eso no los echó.
Del otro lado del tejido se besan, sin vergüenza, como estrenando besos, estrenando cuerpos, y estrenando vida. Aunque solo fuera en el patio. Y la Tere los mira, no puede dejar de mirar la sensualidad de esos cuerpos casi desnudos. Se besan y le molesta su cuerpo, el de ellos primero, pero más le molesta el suyo, que se vuelve extraño, una sensación en los brazos, algo que corre por su nuca, como un aliento, y en su pecho el corazón al galope, y algo raro un poco más abajo. No puede dejar de pensar en sexo y se sofoca, se pone nerviosa.
Se besan y ella quiere seguir viendo, pero también interrumpir, pararlos, que paren, que por favor paren. Porque es demasiado, es demasiado. Se besan y piensa en el Paul besándose todo chancho, todo lindo, transpirado, teniendo sexo, no quiere saber cómo era el sexo de su hijo, una madre no tiene que saber eso, ni si quiera pensarlo, pero lo piensa. A veces sacude la cabeza de un lado para el otro, moviendo sus rulos rubios y agarrándose los pechos con las uñas rojas recién pintadas, otras veces sale y barre la vereda, limpia el porche, las rejas, desarma las lámparas y las pule, otras veces saca las ventanas, todas y las limpia sin parar; y otras, hace budín de pan con pasas, sale de su casa, y les toca el timbre, no por bondad, solamente para que pongan su boca en otro lado. Y la boca, esa boca, se le haga a un lado.