Por Federico Ternavasio
El 25 de septiembre de 2010 un pibe de veinticuatro años llamado Aaron Swartz, ingresó a una sala de mantenimiento del MIT, el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Allí se encontraba un rack o armario de cableado de la red de internet del Instituto. Conectó su notebook a la red y comenzó a descargar información a un disco externo.
Swartz, joven investigador en la vecina universidad de Harvard, ya había hecho descargas conectado al wifi del Instituto, pero decidió conectarse físicamente a la red porque la seguridad digital en torno a aquella información que le interesaba se había intensificado. Dejó la computadora descargando y se fue.
En ese lapso de tiempo en que la computadora quedó sola continuando con la descarga de una masa casi interminable de datos, las autoridades del Instituto la encontraron. Pero no detuvieron la descarga, en lugar de eso colocaron una cámara de seguridad. Se filmó para tener evidencia y poder utilizarla en un juicio. O mejor dicho, una persecución legal.
¿Qué se estaba descargando?¿Información clasificada del gobierno de EEUU?¿Datos sensibles del ejército?¿Los planos de un arma nuclear? La respuesta no es digna de una novela de espías. Lo que este chico estaba descargando eran artículos científicos de toda clase.
No, no eran artículos científicos “clasificados”, no eran los famosos “expedientes X”. Eran artículos científicos que, por encontrarse en la biblioteca digital JSTOR, sólo podían ser accesibles para quienes pagaran. Y aquí viene la trampa. El MIT, como muchas universidades del mundo, tenía acceso libre a la base de datos de JSTOR porque, como institución educativa y de investigación científica, realizaba un pago para que sus estudiantes, docentes, investigadores e investigadoras, pudieran acceder.
Swartz no “hackeó”, en un sentido estricto, la base de datos de JSTOR, sino que, aprovechando el acceso de una institución que había hecho el pago y tenía una buena conexión Internet, escribió una serie de instrucciones en su computadora para que se descargue todo automáticamente, en vez de tener que descargar uno por uno los documentos (algo que a priori sería completamente legal).
El tema es que Aaron Swartz no era cualquier muchacho, era un activista y un joven que había sido niño prodigio del desarrollo de software y ahora se estaba convirtiendo en un líder político contra las grandes empresas que lucran con el conocimiento científico y técnico.
Un par de años antes del episodio que llevó a su arresto, había publicado el manifiesto de la “Guerrilla del Acceso Abierto”, donde denunciaba junto a otros compañeros activistas que el conocimiento científico y la herencia cultural humana impresa durante siglos en libros y periódicos estaba siendo confiscada por un puñado de corporaciones y donde llamaba a la comunidad científica a rebelarse. Swartz llamaba a ignorar las leyes injustas, a tomar la información donde se halle y compartirla con el mundo.
“El movimiento por el Acceso Abierto ha luchado valientemente para asegurarse que los científicos no cedan su derecho de copia, sino que se aseguren que su trabajo sea publicado en Internet, bajo términos que permitan el acceso a cualquiera”, señala el manifiesto.
La preocupación de activistas como Swartz hace foco en el hecho de que científicos y científicas de todo el mundo y en todas las áreas del conocimiento, se encuentran atrapados en la red de un oligopolio editorial que de un modo u otro fue privatizando y lucrando con lo que tradicionalmente había sido un bien común de la Humanidad.
Esa situación hoy se ha intensificado, a pesar de esfuerzos como los del movimiento por el Acceso Abierto. En Argentina y en todo el mundo, para acceder a gran parte del conocimiento específico que publican revistas científicas debe pagarse una determinada suma de dinero en dólares. En algunos casos las instituciones universitarias o de investigación son las que realizan el pago, en otros casos debe pagar cada investigador o investigadora por su propia cuenta.
Ante la creciente protesta sobre esa situación, algunas revistas científicas dejaron de cobrarle a sus lectores y lectoras… para empezar a cobrarle a quienes escriben. Así, muchas revistas exigen un pago (también en dólares) por el derecho a publicar en sus páginas, además de las evaluaciones tradicionales sobre la calidad del trabajo.
Y, si bien existen publicaciones sin fines de lucro que no le cobran ni a quienes quieren leer ni a quienes quieren publicar, no logran aún hacerle mella a las editoriales privativas (en el sentido de que “privan” a las comunidades del acceso al conocimiento), cuyo poder económico y político les ha asegurado un lugar de prestigio.
La situación es perversa porque las editoriales privadas y privativas, que amasan sumas millonarias de dólares cada año, no son quienes producen el conocimiento, no le pagan a quienes investigan, ni siquiera les paga a quienes convocan para evaluar los artículos, sino que son empresas que reciben dinero, teóricamente, sólo para sostener el servicio de darle un almacenamiento y hacer circular los trabajos científicos. ¿Cómo puede ser que un actor intermediario como se supone que son las editoriales condicione el funcionamiento de toda la comunidad científica global?
Este circuito significa, además, una especie de fuga de capitales. Científicos y científicas de todo el mundo suelen realizar sus trabajos de investigación con financiamientos de Estados y universidades. Pero como para avanzar en sus carreras deben poder leer y publicar en revistas especializadas, parte del dinero que se les otorga para realizar su trabajo termina en las manos de las editoriales privativas.
En Argentina esto se subsana en parte gracias a los repositorios digitales de las instituciones como Conicet (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas), que centralizan las producciones de los científicos y las científicas del propio organismo. Incluso permite acceder, a partir del permiso de sus autores o autoras, a las publicaciones para las que de otro modo habría que pagar. Esto sin embargo no resuelve el problema de acceder a publicar, ni de acceder a producciones realizadas en otras partes del mundo.
Como han mostrado investigaciones recientes, la ciencia sigue avanzando gracias a la vieja y querida piratería. Hackers activistas de todo el mundo que se toman el trabajo de liberar las producciones académicas para evitar que quienes no tengan los recursos para pagar se queden afuera de la discusión científica. Una modalidad que se suma a la también tradicional práctica de compartirse informalmente entre pares los trabajos realizados.
Hoy quizás la figura más conocida sea la de Alexandra Elbakyan, creadora de la plataforma Sci-Hub que permite, ingresando el código de identificación de un artículo científico pago, “abrirlo” para poder leerlo o descargarlo. El proyecto de Elbakyan defiende su práctica como legal, mientras que tilda de ilegal la práctica de las editoriales que intenta impedir la circulación de conocimiento.
Luego de la descarga de información en el MIT, Swartz fue arrestado la noche de un 6 de enero de 2011. Según narra el documental “El hijo de Internet” (The Internet’s Own Boy), que se puede encontrar fácilmente en la web y describe la vida y obra de Swartz, éste sufrió, luego de ser arrestado, una persecución legal exagerada y arbitraria. Swartz fue acusado de fraude, obtención ilegal de información y otros cargos, que sumaban un total de trece acusaciones.
El caso en su contra tomó esa magnitud porque ya no sólo intervenían la policía de la ciudad o la empresa JSTOR, sino que había aparecido con mucha fuerza el Servicio de Inteligencia de EEUU.
La campaña por criminalizar a la joven promesa técnica y activista terminó el 11 de enero de 2013 cuando Aaron Swartz se suicidó. El pasado 8 de noviembre hubiera cumplido treinta y seis años.
El costo social y humano de ponerle candados al conocimiento es demasiado alto, pero la lucha de incontables Swartz o Elbakyan nos presta herramientas para abrirlos. Pueden parecer luchas exóticas y remotas para mucha gente, pero representan una disputa que hoy tiene un lugar central y global en la economía, el desarrollo tecnológico, el avance en las ciencias de la salud, la sostenibilidad energética y climática, y un largo etcétera.
Aunque ocultas o imperceptibles al ojo de la prensa cotidiana, bajo la sombra de los problemas sociales que irrumpen en las calles y menos apremiante que los estantes vacíos de la heladera, parte de nuestro futuro se juega en la posibilidad aparentemente tan trivial de poder acceder o no a un texto científico.