Reflexiones sobre la prohibición cultural del incesto en clave de género a través del análisis de este ser mitológico de Santiago del Estero.
Por Manu Abuela
De todas las prohibiciones que pesan bajo los hombros de las diferentes sociedades que se conformaron desde hace siglos en nuestro planeta, la del incesto es una de las pocas con carácter de universal. Esto la convierte en una especie de ley máxima o suprema y que tiene la importancia de, por ejemplo, la prohibición del asesinato.
En términos foucaultianos la norma o prohibición constituye al sujeto ya que, teniendo la posibilidad de trasgredirla, optamos libremente por “sujetarnos” a ella y de esta forma nos introducimos en nuestra cultura. En el mismo sentido, Freud expresaba que en la medida en que se renuncia al deseo de tener relaciones sexuales entre individuos muy próximos por consanguineidad es posible la instauración de la cultura.
Aunque son conocidos algunos casos incestuosos como el de Cleopatra VII, que tuvo que casarse con su hermano Ptolomeo XII para co-gobernar el antiguo Egipto; o el de Calígula, Julio César Augusto Germánico, el tercer emperador romano que se casó con sus tres hermanas; o ni hablar de Lucrecia y César Borgia, hijos de Rodrigo Borgia más conocido como el papa Alejandro VI, que también se casaron, lo cierto es que estamos citando a familias poderosas e influyentes de su tiempo, lo que nos ayuda a deducir que muchas de estas relaciones entre monarcas y aristócratas se concensuaban para mantener el poder o concentrarlo.
Pero en el devenir histórico, gracias a grandes relatos -algunos verídicos y otros más del tipo mitológicos- la regla de la prohibición del incesto se perpetuó, abonando a la exogamia, es decir, a la formación de vínculos sexo-afectivos más allá de los familiares.
Más allá de que la Biblia, el libro más vendido del mundo, en el versículo 18 del Levítico exprese esta prohibición con detalle en una revelación de Dios a Moisés, una de las historias más conocidas es la de Edipo Rey, la tragedia griega de Sófocles donde hijo y madre se casan sin saberlo y, al enterarse de la relación de consanguineidad, ella se ahorca y él se saca los ojos.Pero corriéndonos de la historia occidentalista, en nuestro territorio nacional también surgieron leyendas para prohibir este tipo de prácticas. Una de ellas, que vamos a analizar con lentes violetas, es la del Almamula, un ser mitológico con origen en Santiago del Estero que toma la forma de una mula de color plomiza con cadenas que se aparece de noche, vagando en los montes, recorriendo poblaciones en los días de lluvia y tormenta, que puede matar a patadas a quien la encuentre. Este animal tiene un objetivo: recordarle a los santiagueños la importancia de reprimir sus deseos incentuosos.
Érase una vez
La leyenda popular expresa que el Almamula, también conocida por los lugareños como “mulánima”, “tatá cuñá” o “mula frailera”, es en realidad una mujer que no tienía moral y cometió incesto con su hermano y su papá y hasta se acostó con el cura del pueblo donde vivía. Todo ello sin ningún tipo de remordimiento, ya que según el relato nunca se arrepintió. Por eso, sobre ella pesó el castigo divino y el todopoderoso la convirtió antes de su muerte en una mula que grita de sufrimiento no sólo por las pesadas cadenas que lleva, sino además porque arrastra un freno que le produce un gran dolor cuando pisa sus riendas. Dicen, quienes la vieron, que puede largar fuego por los ojos y la boca y que sus apariciones terminan en las afuera de la Iglesia del poblado donde se presente.
Esa historia, mezcla de terror y cuento con moraleja, tiene una única culpable: una mujer. Aunque hablamos de al menos cuatro personas, es sólo ella la culpable, la que no muestra arrepentimiento y sobre quien recae el castigo. El cuerpo de la mujer como el destinatario del poder disciplinador, en este caso divino, porque en este relato la moral religiosa se encuentra en su máximo esplendor. Ella, que nunca es puesta en el lugar de la víctima por ser sometida por sus parientes cercanos y hasta por el religioso del pueblo, es vista como la victimaria y toma el papel de villana al ser demonizada por “sus poderes sexuales” al convencer a estos tres hombres de tener relaciones con ella.
Pero la historia no termina acá sino que toma un giro a lo Disney, porque parece ser que la Almamula puede encontrarse con su príncipe azul que la rescate. Esas cadenas que lleva, que representan “el peso de sus pecados”, se convierten en una especie de esperanza. Es que puede que, algún día, un valiente caballero santiagueño pueda sobrevivir a sus patadas mortales o a ser rostizado por el fuego intenso que sale de su rostro y le quite esas cadenas y completar el ritual que permitiría al Almamula ir a descansar al cielo y dejar de vagar por la tierra.
Sí, esta vez el afortunado no le da un beso y la vuelve de la muerte o tiene que escalar una torre gigante, sino enfrentarse a una mula demoníaca para no obtener nada más que el vanagogliarse de su osada expedición.
Desde otra perspectiva
Seguramente viste alguna vez en Instagram o alguna red social memes sobre las personas oriundas de Saniago del Estero y cómo se naturaliza allí las relaciones entre primos, principalmente. Más allá de los tintes graciosos, hay mucho por analizar y esta leyenda toma un significado más potente en ese contexto. Si bien en nuestro país las relaciones entre primos no están prohibidas – sí el incesto entre padres-hijes o abueles-nietes según la ley- estos chistes ayudan a ocultar una problemática que cada vez crece más.
Es que no hace falta irnos muy lejos en la línea del tiempo ni buscar leyendas para encontrar historias y casos de incesto en la actualidad donde, es necesario aclararlo, la mayoría se perpetúan de forma silenciosa a través de violaciones y abusos sexuales infantiles. Según la Organización Mundial de la Salud, el 20% de las mujeres fueron abusadas sexualmente en su infancia, mientras que de los hombres, entre el 5 y 15%. La mayor parte de los casos se trata de abusos a nivel intrafamilar.
El relato oral del Almamula contribuyó a culpabilizar a la mujer y a solapar la gravedad de la situación, sin poder señalar a los verdaderos culpables. Por ejemplo, en un estudio que realizó Lucas Díaz Ledesma de la Universidad Nacional de La Plata sobre esta figura mitológica, recopiló varios relatos, entre ellos el de María, que expresó: “Le ha contado en la escuela mi hija una compañera que su mamá se convierte en hombre lobo de noche, pero que en realidad su abuela dice que no es el hombre lobo si no que es el Almamula que se convierte porque estaba con su abuelo de chica. Le cuenta que queda como muerta en la cama y el espíritu sale a las noches”. En este relato, nunca se expresa que esta mujer, que supuestamente se convertía de noche en el Almamula, había sido abusada por su padre desde temprana edad. De hecho, no se pone el foco ahí, porque lo trascendental del relato para ellos es buscar quién es la mujer que se transforma en aquel horrible animal que, según otros testimonios, no sólo puede ser mula sino también un perro gigante y negro con olor putrefacto, un lobo o una cabra.
Como se ve a lo largo de toda la investigación de Díaz Ledesma, en varios discursos es recurrente la práctica del incesto en esta provincia. Por ejemplo, Ivón expresó que “la Almamula es una persona que se convierte cuando hay relaciones entre el padre y la hija, entre dos primos, o entre hermanos, eso es más directo, entre hermanos. En Vilmer se dice que hay una pareja, entre padre e hija, y todos saben que vive con la hija el hombre y ella es la que sale a la noche”. También Marcia dijo que “decían que eran los Leiva, dos hermanos que vivían y eso no lo digo yo, lo dice todo el mundo de allá. Pero cuando la mujer dejó de estar con el hermano y se juntó, ha dejado de aparecer”.
En todos esos relatos puede verse que la posibilidad de ultraje de esta prohibición es posible y en estas líneas queda de manifiesto que son muchas las personas que creen que el Almamula existe y las identifican en los cuerpos femeninos, que sufren el castigo de la trasmutación, convirtiéndose en un ser horrible y maligno. Como dijimos, las únicas castigadas son las mujeres. Lo terrible es que esta práctica incestuosa es repetitiva.
Objetos
Gayle Rubin, antropóloga estadounidense de 74 años, realizó un aporte teórico que puede ayudarnos a comprender esta situación. La académica expresó en sus obras que el tabú del incesto impone la exogamia y, al prohibir las uniones dentro de un grupo familiar, contribuye a instalar como norma el intercambio marital entre grupos, que acarreó como consecuencia principal la naturalización del intercambio de mujeres entre familias y grupos, constituyéndose como un regalo, ya no como una persona con poder de decisión o deseos.
Así lo expresaba Rubin: “Si el objeto de la transacción son mujeres, entonces son los hombres quienes las dan y las toman”.
Referenciándonos en otro antropólogo, Claude Levi-Satruss, la mujer comienza a ocupar gracias al tabú del incesto un rol social de objeto de intercambio. Por eso, son entregadas al matrimonio, tomadas como trofeos luego de las batallas, obsequiadas por favores, enviadas como tributos, compradas y vendidas. Ahí el origen de su cosificación. Como expresó el antropólogo, “las mujeres son objeto de transacción como esclavas, siervas y prostitutas, pero también simplemente como mujeres”.
A lo largo de la historia, se fueron clarificando las posiciones sociales de hombres y mujeres en las relaciones sociales de género, caracterizadas por la subordinación femenina y un estatus de poder a favor de los hombres. Como expone Rubín “ellas tienen que regular la moralidad ante el varón, en una relación desigual de poder y para la cual su opinión tiene poco valor, porque de lo contrario son ellas quienes recibirán el castigo, transformándose en monstruo” . Y así lo deja en claro la mitológica Almamula, donde las víctimas se transforman no sólo en mostruos, sino en culpables.