Por Santiago Alassia
Ahora que tengo una gata puedo entender algunas cosas. Por ejemplo, el sentido de lo cóncavo: ella sabe hacerse una casita con cualquier hueco que encuentra. Un balde, una caja o mi cartera: se acerca en silencio, se frota contra los bordes como si demarcase los límites de su nuevo territorio, salta perfecta y se queda, flexible y ovillada, custodiando el universo desde ahí. Me encanta porque si a veces me olvido de ponerle los trapos de su cucha, ella se duerme en cualquier lado. Y a mí no me molesta que se meta en la cartera, total, por las chucherías que tengo ahí. Es una gata muy discreta y lo mejor es que come de todo: menudos de pollo un poco pasados, verduras y hasta arroz hervido, que a mí me parece una cosa horrible. Nada que ver con el Cachulo, que era insoportable, dele ladrar todo el día por cualquier pavada y encima capaz que se dejaba morir de hambre si no tenía su alimento balanceado con forma de estrellas y sabor a carne y qué sé yo cuánto. Me trastornaba con la culpa, el desgraciado. En cambio esta gata nada que ver, si me olvido de darle comida ella misma se caza una paloma y se la come a escondidas. De paso así me libra de que caguen todo el patio. Pero lo más lindo es que tenemos la misma noción del compañerismo. No somos pegajosas. A lo sumo una vez a la semana viene a sentarse a upa, yo la acaricio un rato, le digo alguna palabrita. Con eso basta. Si un día se me ocurre apagar todo e irme a dormir a las siete de la tarde, que a veces me pasa, ella no se ofende, tampoco se desorienta. No me mira con ojos de mendiga, no viene a hincharme a la cama. Se busca su hueco, se acurruca y chau, hasta más ver. Nada de andar maullando en la ventana ni rascando la puerta. Es increíble la libertad que se gana con la puerta cerrada. Y yo que tanto anduve por la vida con las puertas abiertas. Con Osvaldo y con los chicos. Siempre caminándoles atrás, pendiente del pantalón y la camisa, el guardapolvo planchado, la comida caliente. Si uno quería el bife ancho y jugoso, el otro prefería las milanesas secas y crocantes. Si todos pedían ensalada, uno odiaba el tomate, al otro había que sacarle la cebolla y al tercero no le gustaba la lechuga. Debe ser por eso que casi no tengo recuerdos propios. Todo lo mío era correr de acá para allá como una asistente, llevando y trayendo cosas ajenas. Y ojito con que algo me doliera, estaba prohibido andar quejándose. Mi único placer fue haberme hecho la cesárea cuando nació el segundo. Con Federico no, lo tuve de parto natural, fue el dolor más grande de mi vida. Como un ejército de tenazas calientes estrujándome por dentro. Las enfermeras me tenían agarrada, una de cada lado, de eso me acuerdo bien. Me metían trapos húmedos en la boca para que mordiera, y el doctor, con esa voz de hiena burocrática, diciéndome ‘sé buena, mirá qué lindo regalo le vas a dar a tu marido cuando llegue’. Porque Osvaldo era viajante, y no llegó a tiempo. Le avisaron desde la clínica. Para qué, pensaba yo, ahora va a salir a la ruta manejando como loco a mil por hora, lo único que falta es que se meta abajo de un camión. Ya me veía criando al chico sola, sin un peso, así que lloraba y gritaba a más no poder. El doctor seguía diciendo ‘sé buena, mirá cómo estás de emocionada’. Yo pensaba qué emocionada ni qué ocho cuartos, gritaba de dolor y lloraba por si Osvaldo se me moría en la ruta. Cuando finalmente llegó, yo ya estaba en la habitación con Federico nacido y todo celeste. Es cierto que fue una felicidad, pero quién me quita lo sufrido. Por eso cuando me quedé embarazada de José Luis fue distinto. Yo ya sabía que no iba a aguantar otro, así que el día que llegué a la clínica me hice la desmayada y listo, a cesárea. Nada de parto natural. No me importó arruinarle la ilusión a Osvaldo, que se venía pidiendo días en el trabajo para poder presenciar el parto. Y bueno, yo también tenía derecho a un poco de alivio. Lo feo fue no haberlo podido conversar, pero yo sabía que Osvaldo no me iba a entender. Iba a abrir los ojos grandes y a torcer la cabeza como un perro tonto, como hacía cada vez que algo no le gustaba, así que ni intenté explicarle nada. Y eso que siempre fui partidaria de conversar las cosas. Como en el 2001, que traté de convencerlos hasta último momento. Osvaldo no, estaba chocho con que se fueran a España a lavar copas. ‘Allá van a hacer carrera, con lo capaces que son’, decía. Federico ya era arquitecto y José Luis había empezado ingeniería. ‘En este país de mierda van a terminar manejando un taxi’, decía Osvaldo, ‘vas a ver que en un par de años vuelven y se ponen flor de oficina’. Lo que yo veía era que pasaba el tiempo y seguían allá, cada vez más instalados. Cuando se tramitaron la ciudadanía dije chau, mis hijos no vuelven más. Por eso no quise preocuparlos cuando a Osvaldo lo agarró el cáncer. Creí que la quimio lo iba a salvar, pero me equivoqué. Fue fulminante, una cosa de días. Con todo el papelerío, el tratamiento y Osvaldo que se me moría en brazos, casi no tuve tiempo de pensar. Federico llegó para el entierro, pero José Luis no pudo viajar. Nunca me dijeron nada, pero yo en el fondo me reprocho que no hayan podido despedir al padre como se debe. Ahora, cuando hablamos por teléfono para las fiestas, o por algún cumpleaños, me dicen ‘venite para España, mamá, nosotros te pagamos el pasaje, acá vas a terminar mejor’. Pero yo todavía no pienso en terminar. Y además, ¿dónde voy a estar mejor que acá, con mis plantas, mi matecito? Y también con la gata, que yo la miro y aprendo. A la noche, cuando me acuesto, me ovillo en la cama y es como tener un nido. Esta gata me parece que ya se quiere quedar. Voy a tener que ponerle un lindo nombre.
“El sentido de lo cóncavo” pertenece al libro de cuentos “No es lo suficiente”, ganador del Premio Provincial de Narrativa “Alcides Greca” en 2020, publicado por Ediciones Santa Fe en 2021.