Por Santiago Alassia
Lila vio a su hija aprender a leer sola a los dos años; la vio googlear fotos del cuerpo humano y pasar horas mirando documentales de anatomía; la oyó hablar de úteros y espermatozoides y de la gestación de los bebés con una precisión que envidiaría cualquier adulto normal; la espió mirando hacia la calle a través de la ventana y sonrió cada vez que la niña corrió a contarle sus conclusiones, frases como “las cosas nunca se quedan quietas, ni siquiera cuando están quietas”, y otras ideas imposibles para una nena tan chiquita.
La nena, que también se llama Lila, tiene cachetes rosados y grandes ojos azules que buscan detenerse y penetrar en cada rincón del mundo. No pasa un día sin que Lila se sorprenda observando a su hija que se queda largo rato con la cabecita inclinada, mirando aparentemente hacia un punto impreciso en el techo, aunque ella sabe que está más allá, accediendo, a través de las cosas, a una realidad inalcanzable para el resto de los mortales. Siente curiosidad por saber cómo funciona el cerebro de su pequeña genia. Curiosidad y orgullo, y está convencida de que va en camino de ser una intelectual prestigiosa o incluso una personalidad internacional, como esos líderes carismáticos que dejan una marca imborrable en la época que les toca vivir. Por eso, aunque apenas tiene cuatro años, la anota en primer grado. La mañana en que va a comenzar la escuela, le dice:
– Quiero que seas abanderada.
La nena se agarra del pantalón de su madre y le abraza las piernas.
– Mami, tengo miedo –dice.
Entonces Lila la levanta en brazos y le da unos cuantos besos ruidosos en los cachetes rosados. Luego acomoda los labios cerca del oído de su hija y, susurrando, le cuenta una historia.
– Cuando yo era chica, mi mamá me llevaba a pasar los veranos al campo. Teníamos una casa con galería y habitaciones de techo alto. Lo que yo más disfrutaba era cabalgar. Había una yegua que se llamaba Estrella. Era marrón en el lomo y las patas, y tenía una simpática mancha blanca que le cruzaba la cara desde la punta de las orejas. Yo le daba de comer con la mano. Arrancaba mechones de alfalfa y se los ponía en la boca. Ella masticaba y cada tanto largaba un soplido para que yo le acariciara la nariz.
Yo salía todas las tardes a cabalgar por los caminos y terminaba saltando las tranqueras de los campos vecinos. Lograba que Estrella corriera a toda velocidad y, cuando parecía que íbamos a chocar, yo me pegaba a su cuello, le gritaba “¡ya!”, y saltábamos la tranquera. Un día encontré una liebre pichona y me la llevé a la casa. Armé un corral en el patio y le hice una cama con trapos viejos. Se lo mostré todo a mi mamá y le pregunté si me la podía guardar como mascota. Ella dijo que sí, pero debía ocuparme de alimentarla y mantener limpio el corral. Yo estaba feliz porque ahora tenía dos amigas: Estrella y la liebre pichona. Una tardecita, después de una cabalgata con Estrella, fui corriendo a mirar en el corral de la liebre pichona. No estaba. ¿Cómo podía haber escapado? ¿Por dónde andaría?
Busqué por toda la casa: en las habitaciones, en cada rincón de la galería, en el patio y hasta detrás de cada maceta. Nada. La liebre pichona había desaparecido. Desesperada, salí corriendo a buscar a mamá y tropecé con ella en la cocina. Algo me descolocó: parecía que me hubiese estado esperando. Tenía la cara quieta, los ojos duros. Me preguntó qué cosas había estado haciendo. Si entendía lo peligroso que era eso de saltar las tranqueras, que una nena debe aprender el límite del juego y también que cuidar lo que más se quiere es algo que a veces sólo se alcanza con un buen castigo. Entonces yo me largué a llorar, porque miré la olla que hervía en el fuego. Por primera vez miré y me di cuenta de la horrible olla, y me largué a llorar despacio.
La pequeña Lila, que había escuchado la historia con los ojos azules muy abiertos, se separó del cuello de su madre y pidió bajarse. La madre se agachó para dejarla en el suelo. Al cabo de unos instantes de silencio en que ambas se miraron a los ojos como si necesitaran reconocerse, la niña dijo con un hilo de voz:
– ¿Por qué contarme esto, mami?
– Para que no tengas miedo, mi amor. No te quedes llorando por la pequeña liebre –dijo, y suavemente la empujó a la escuela.
“La pequeña liebre” pertenece al libro de cuentos “Por la bajo”, que obtuvo el 1º
Premio del Fondo Editorial Municipal de Rafaela y fue publicado en 2017.