Por Elisa Ridolfo
Parece que el mundo de la crianza es en el que la mayoría de la gente se siente cómoda hablando. Quizás, debe ser porque todos en algún momento fuimos criados y por eso “aprendimos” sobre como criar.
Si el nene llora la opinión se divide: “hay que dejarlo llorar para que aprenda”,“hay que evitar que llore”, “hay que mandarlo a la pieza”, “es un berrinchudo”, “algo está necesitando o algo le está pasando”, “es un mal criado” o, lo más triste, “la culpa la tenés vos que no sabés criar y por eso llora”. Si sos mapadre y tu hijo o hija comenzó a llorar en algún lugar público, seguro alguien que estaba como espectador emitió alguno de estos comentarios -que más que comentarios, se constituyen como prejuicios sobre la crianza ajena-.
Lo primero para pensar es si vos, que emitiste seguramente un juicio en alguna oportunidad cuando alguno de estos escenarios se te presentaron ¿te preguntaste alguna vez qué siente la madre o padre cuando opinas sin que te pregunten? ¿te preguntaste si quiere de verdad escucharte?
No es muy difícil de advertir. Lo que siente un mapadre que no puede complacer al entorno y queda “al descubierto” es frustración, culpa, enojo, desesperación. Siente que no sabe y pierde su confianza. En consecuencia, jos de estar ayudándolo, estás dañando.
¿Sabemos de crianza?
Con una mano en el corazón ¿fuimos criados en forma armoniosa y respetada? Como dice Sofía Lewicki en su libro llamado Tan mal si salimos, “es esencial entender por qué nos cuesta tanto la crianza. Para eso necesitamos saber de dónde venimos, ya que, históricamente, el acercamiento a las niñeces ha sido un intento de dominación”.
Hoy, en el mundo de la comunicación, circula información de toda índole, alguna muy nociva y otra muy saludable y la encontramos con simpleza porque está al alcance de todos y todas. Podemos tener mucha información, saber que algo no debería ser así pero no podemos opinar sobre lo que el otro decide o no hacer al criar -por supuesto, estamos hablando de situaciones donde los Derechos de las Infancias no están siendo vulnerados-. No podemos decirle a ningún mapadre qué debe hacer, ni juzgarlo frente a las decisiones que tome.
Desde mi profesión, formada en crianza fisiológica, veo todo el tiempo acciones de los adultos responsables de criar, cuidar y amar a infancias que dañan. Pero no puedo pararme a dar cátedra ni opinar si nadie me lo pide, ni me habilita. Las personas que asisten a mi espacio vienen a escucharme, pero el que está afuera no tiene el más mínimo interés en hacerlo y eso es respetable. Muchas veces no me puedo contener y si, por ejemplo, veo a un bebé verticalizado de un mes y la madre comenta que llora sin parar, le pregunto si le puedo decir algo que veo, que puede estar dañando la salud de su bebé. Sé por qué llora y tal vez pueda ayudarla, y esta es información que no tenía por qué tener, pero yo puedo advertirlo, porque llevo años estudiando la fisiología de los bebés.
Esta sugerencia que pueda emitir es muy diferente si tuviera una forma imperativa, expresándole a esa madre que está sosteniendo mal a su bebé, verticalizándolo en un momento de su desarrollo donde aún no puede mantener la cabeza erguida por sí solo. De esa forma, estaría culpabilizando a la madre de no saber algo que nunca en su vida alguien le dijo, ni vió, ni vivió.
Nunca conocemos la historia del otro, lo que le pasa, lo que piensa, lo que siente ante la crianza de sus hijos. Por eso, juzgar siempre daña. Hay una frase que un día me dijo un profesor de la facultad -en mis épocas de estudiante de musicoterapia- y que la llevo conmigo hasta el día de hoy: “cualquier interpretación fuera de contexto es una agresión”. Desde ese día aprendí a callarme. No siempre me sale, también me equivoco porque los mandatos sociales están arraigadísimos y no es fácil desarmarlos, pero lo intento.
Cerrando esta reflexión, una cosa es segura: debemos callarnos la boca si nadie nos pide opinión ¡Suerte con eso!