Por Federico Ternavasio
Es difícil imaginar el futuro en tiempos de tanta incertidumbre. Más cerca o más lejos, las geografías de este mundo que nos tolera sin ignorarnos, se hieren de guerra, se estremecen con gritos de odio o de terror, se exponen al saqueo y la destrucción extractivista.
En nuestra vida cotidiana seguimos la marcha. Trabajamos, seguimos insistiendo, empujando las horas de un mundo que nunca es el mismo dos veces. Insistimos porque hay una promesa de felicidad en la que todavía creemos. Una felicidad a la que le podemos dar distintos sentidos: un mundo igualitario, una vida libre, salarios justos, acceso a derechos. Parte de crecer es descubrir que esas promesas se cumplen en la medida en que nosotros también las hacemos.
La novedad de los últimos años ha sido descubrir que hay una vereda opuesta de personas que siguen otras promesas. Promesas de odio. De castigo y de dolor. El ascenso de las derechas puso en evidencia que hay personas trabajando en cumplir sus deseos de odio. Un odio fascista. El odio a que alguien viva de una forma que el fascista no considera adecuada a su propia forma de vida: alguien que piensa diferente en economía, alguien que ama diferente, alguien que concibe la vida de forma diferente. Pero para darle cuerda a sus odios se centran sólo en la economía, se escudan en la lógica de los números, en las ecuaciones inapelables de soluciones oscuras.
“Las pobrezas actuales –gritan desaforados quienes encarnan la derecha– son resultado de sus pocos logros democráticos”. Así, simplificando el mundo logran simplificar las mentes. Un razonamiento lineal muy atractivo.
¿Cómo llegamos hasta acá? Quizás no hay llegadas ni hay partidas, sólo hay una triste continuidad. Margarite Feitlowitz, en su gran trabajo sobre el lenguaje de la última dictadura militar argentina titulado “Un léxico del terror”, cita una columna de James Nelson, publicada en Página12 en 1993.
“De vez en cuando –dice Nelson– ese «otro» país, el de los desaparecidos, el del silencio cómplice, el del militarismo demente, se inquieta. Sabemos que se siente aprisionado en esta Argentina democráctica que se considera mediocre, sin ideales, traidora a su propia misión secreta. Recuérdense bien aquellos años durante los cuales esa «otra» Argentina actuó con absoluta libertad, torturó y mató a todos aquellos cuya presencia encontraba irritante. Esa Argentina sueña con volver”.
Leer esas palabras publicadas hace poco más de tres décadas resulta estremecedor por su vigencia. Podría haberse dicho hoy. Pero lo más estremecedor todavía no está dicho. El texto de Nelson continúa: “Nadie sabe con cuántos participantes cuenta este obsceno ejército de la noche. Quizás sean apenas unos pocos cientos de fanáticos cuyas apariciones esporádicas no significan nada. Pero incluso cuando su cantidad sea pequeña, cuentan con la colaboración de las mayorías, que siempre se adaptan a la ortodoxia del momento”.
Allí radica la cuestión profética. Los ejércitos de la noche levantan banderas que se presentan como nuevas mientras nos mata su olor naftalina. El sueño de quienes creemos en un mundo más justo es que las silenciosas mayorías no le otorguen el mando del Estado a quienes pueden arrastrarnos de nuevo a las escenas del horror que prometimos no volver a repetir, que no le otorguen el mando del Estado a quienes ponen su creatividad al servicio de nuevas formas del horror.
La intelectualidad, si se es lo suficientemente generoso para llamar así a los grupos ilustrados algo politizados, no vio los signos de la debacle. Quizás se distrajeron embebidos en la melancolía de viejas revoluciones naufragadas. Quizás no supieron ver las fuerzas revolucionarias realmente existentes, esperando encontrar en el presente la repetición de los modelos del pasado, para poder predecir un futuro que se ajuste a la teoría. Algo ha dejado débil al hacer cotidiano de los activismos y las militancias sin aspiraciones al Estado. Quizás sus propias lógicas. La crítica a todo lo que no sea la revolución ya realizada, perfecta, intachable.
A lo que se suma la cultura de la imagen, de la autobiografía, de la progresía bienpensante. Las aspiraciones al prestigio progre, finalmente fueron más importantes que la praxis mundana, invisible, anónima, de hacer comunidad desde abajo.
Al borde de los escenarios más temidos, el ombligo parece nuestro único refugio. Las pasiones tristes nos beben el alma. Y el miedo tiene sus yuyos, sus brujerías, sus magias y zodíacos. Nos llama a la irracionalidad de nuestro tiempo. Ya no hay terreno común. No hay vocabulario ni mediaciones. Finalmente algo amenaza la gran promesa de nuestro tiempo. La más básica. La de convivir.
Y sin embargo estamos llamados a contrarrestar las pregnancias del pánico. Los primeros rebeldes insistieron con el poder de la palabra, la cultura, la acción directa -violenta o no-, la política desde cada persona.
Cada persona es un movimiento. Mínimo, pero crece asociándose, crece en el apoyo mutuo. Así neutraliza sus debilidades y maximiza sus potencias. La solución no nos será otorgada. Habrá que inventarla. Otra vez como antes, sin repetir y sin soplar. Con creatividad política. Con acción y rebeldía. Una rebeldía profunda. Nada de ademanes fáciles y de poses baratas.
Y si nos llama el cinismo, si vemos que la sátira es inevitable en Roma, que sea entonces la excusa para pelear con una sonrisa. Sonrisa cínica, escéptica, estoica, hedónica. Sonrisa completa. Tan enojada como alegre. Pero nunca la sonrisa soberbia, nunca la sonrisa del que en nombre de la libertad aspira a la dominación. Sonrisa de la revolución imposible. Sonrisa como si fuera posible. Convidados a la desesperación y al espanto, habrá que optar por el optimismo de la voluntad.
Balance: la humanidad ha tenido más tiempo de guerra, de caos, de violencia, que tiempos de paz. Consuelo de tontos. Pero que somos tontos ya lo sabemos, y cuánta falta hace el consuelo.
Ánimos lúgubres nos invitan a la derrota, al encierro. A tolerar pasivamente el miedo. Pero por suerte la línea transmisora del pasado hacia el presente sigue andando. Vamos aprendiendo. Lo básico lo sabemos. Al camino lo hacemos caminando. Un pie, otro pie, un paso adelante del otro. Hasta el horizonte, que no es la utopía, pero que al menos nos aleja de lo distópico.