Por Andrés Gacigalupo
¿Te acordás del placer que te daba destrozar los currículums de los postulantes que no quedaban? Eran 10 o 15 todas las semanas. Y resulta que descubriste esa maravillosa máquina trituradora de papel y vos estabas fascinada y yo aterrada.
La ponías en movimiento y yo asistía al crujiente proceso de destrucción. Decías, mirando las instrucciones, que no se podían poner más de siete hojas a la vez porque eso podría dañar las cuchillas. Sí, estabas preocupada por las cuchillas. Y después el acting seguía con comentarios breves y punzantes sobre la foto de algún candidato (“a los cara de orto nadie los contrata”) o sus estudios superiores: “No entiendo por qué siguen yendo a esa universidad de cuarta”.
Un día deslicé, con el mismo temor con el que te alcanzaba las abrochadoras, que esa gente había gastado plata para imprimir lo que vos picabas. Y me respondiste dos cosas: que era una “bendición” no quedar en una empresa que más temprano que tarde les patearía el culo hasta Retiro y que el papel triturado se reciclaba. “A mí me importa la tala de árboles. ¿O acaso alguna vez me viste imprimir un mail?”.
Yo te escuchaba -yo siempre te escuchaba- y a veces me escudaba en sorbos largos a mi café en saquitos para no ver que vos y la destrucción maridaban tan fluidamente. Tapaba tu cara con el fondo de mi taza pero era una estrategia tonta y fugaz porque inmediatamente avanzabas y criticabas mi taza (“infantil”), la marca del café (“¿De dónde la sacás?”) o el hábito en sí (“¿No sabés que la cafeína te altera?”).
Una mañana protagonizaste un insólito carnaval carioca usando los currículums triturados como serpentina al ritmo de una canción brasileña cuya letra estropeaste por completo. Marianela y yo cruzamos miradas pero también mensajes de Whatsapp. ¿Y si te grabábamos? ¿Y si te hacíamos “viral” como la jefa de recursos humanos más inhumana de todas?
Pero te teníamos miedo. Tu temperamento era cada vez más inmanejable y los efectos no deseados de las anfetaminas disfrazadas de té verde que según vos te recetaba el homeópata nos ponían siempre en el límite. Cada vez que volvías de tu alineamiento semanal de chakras entrabas a la oficina con un taconeo atolondrado y exigías planillas de Excel “actualizadas al día de hoy”.
Pero no sólo eso. Un día me dijiste “nada de colorcitos en los excel, Romi. Tenemos como clientes a algunas multinacionales”. Y yo iba a responderte que lo hacía para diferenciar los archivos pero me dejaste hablando sola junto a una planilla de días para compensar.
Una vez soñé que tu cabeza quedaba atrapada en el dispenser del agua. Y lo peor es que, como las cabezas de Futurama, seguías viva y hablabas. Salían burbujitas de tu boca pero se escuchaba con claridad bien tu comentario sobre “la rotación que hay en esta empresa por favor” y tu risita nefasta, esa que usabas con empleados, con proveedores y conmigo.
Marianela dijo un día que en tu guerra infructuosa contra los kilos estaba la clave de todo. Que el homeópata te estaba estafando y que los desarreglos de tu sistema nervioso eran como una avalancha para toda la oficina. Pero yo le dije que no. Que no debíamos dejar que eso tapara tu esencia dañina, tu disfrute de la destrucción, ese modo de ser basado en que los demás no sean.
Un viernes a la seis y diez de la tarde me inventé una sonrisa floreada y entré a tu oficina a decirte “hasta el lunes”. Te tomaste tus segundos para quitar los ojos del monitor y me respondiste “hasta el LU” pero no pudiste con tu genio: tironeaste el cable del mouse como si estuvieras electrocutándote, gritaste “¡esta mierda!” y muy rápido ya me estabas diciendo que el lunes “o si podés mañana date una vuelta por Once y me comprás uno nuevo”.
Fue muy placentero decir “sí” y saber que ese tour por casas de informática jamás iba a ocurrir. Yo venía de vivir mi propio viernes paralelo, salpicado de huidas estratégicas hacia el baño para poder redactar tranquila mi carta documento de renuncia. No notaste nada raro porque estabas demasiado concentrada en Marianela, que recibió el verbo “rehacer” en dosis repetidas y se vio envuelta en una insólita acusación por la pérdida de un endulzante con stevia.
Me fui con el “sí” mentiroso en la garganta y descubrí que tenía un sabor a venganza silenciosa pero también resabios de temor. Lo último que vi en tu escritorio fue la máquina devora currículums y recién ahí advertí que hubiera sido preferible caer a tiempo bajo sus cuchillas.