Magdalena teje. Teje y teje. Bufandas, mantas, alfombras, gorros… teje y teje.
Lo suyo no es un hobby ni tampoco una romántica imitación de la famosa Penélope esperando a su amado.
Teje para tener ocupadas sus manos. Teje para no tirarse de los pelos, para no pegarle al Boby, para no tentarse con andar sopapeando gente, para no colocarlas alrededor del cuello de alguno de sus hijos cuando ellos gritan, pelean y hacen ese ruido insoportable que la agobia y le provoca un dolor de cabeza infernal.
Teje y piensa, teje y recuerda. Otras manos, otras angustias.
Recuerda las enormes y agrietadas manos de su padre cuando le apretaban fuerte un brazo y la arrastraban al fondo del patio para pegarle unas cuantas bofetadas, con cualquier excusa o con ninguna, simplemente porque era una forma barata de expresar la bronca o la frustración que sentía aquel hombre mediocre. O las de su madre, siempre metidas en los bolsillos del delantal. No recuerda que alguna vez las haya sacado para defenderla, para acariciarla o al menos para hacerle sentir por un instante que era capaz de abrazarla.
Aunque no quiere, también puede recordar las manos sucias y sudorosas de su tío, el aliento a alcohol mientras la sentaba en sus rodillas y comenzaba a acariciarla y a toquetearla descaradamente.
No puede olvidar tampoco la cara regordeta y la mueca burlona de aquel cura a quien una vez se animó a contarle sus pesares y tampoco su terror cuando se dio cuenta de que aquel hombre intentaba “consolarla” poniendo sus callosas y asquerosas manos entre sus piernas.
Y ahora que no sabe qué hacer con sus miedos, con sus angustias, con sus depresiones y su furia contenida, fue encontrando consuelo entre las lanas y las agujas. Teme que si abandona ese único modo de mantenerse ocupada y un poco cuerda, vaya a terminar en un pozo profundo y oscuro del que jamás saldrá.
A su alrededor la vida gira casi normal. Los días se suceden monótonos, tristes, lánguidos, hasta que repentinamente un día cualquiera decide guardar el tejido; ya no puede seguir entretejiendo lanas y penas.
Una soleada mañana de mayo su marido la besa en la frente y se despide para ir a trabajar. Matilde peina y ayuda a su hermano menor con los útiles y la mochila y ambos pasan a su lado saludando a las corridas, apurados por montar en sus bicicletas para ir a la escuela.
La casa está vacía, el silencio le da algo de paz, pero las voces interiores siguen allí, susurrando a veces, gritando desaforadas, otras.
Corre las cortinas, repasa las camas, dobla la ropa, lava y acomoda los utensilios de la cocina, guarda definitivamente agujas, lanas y tejidos; luego pone llave a la puerta y comienza a caminar, distraída. Después de un largo rato advierte el sonido del agua que cae de la cascada que está cerca del puente.
Se queda absorta mirando el agua cristalina, las piedras brillantes. El sol acaricia su cara y el viento agita su cabello.
Inspira profundo y por fin cree haber encontrado el alivio que necesita. Se quita lentamente los zapatos, sube a la endeble baranda y se arroja. Su calvario ha terminado.
Este cuento obtuvo el 3º Premio del Concurso Nacional “Héctor Vigna” de la Sociedad Argentina de Escritores (Sade) Filial de La Reconquista, Ituzaingó (Bs. As.), diciembre 2023