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sábado, noviembre 23, 2024
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Discordia

Por Federico Ternavasio

Uno de los textos fundacionales de la cultura occidental, la Ilíada, que narra algunos episodios de la famosa guerra de Troya, inicia con la escena de una discusión. En el primer canto de este poema épico, luego de invocar a las musas, se narra la siguiente escena.

Crises, un sacerdote del dios Apolo, se presenta ante Agamenón, comandante en jefe de la liga de pueblos griegos que se encontraban asediando Troya.

El sacerdote lleva el pago de un rescate para que su hija Criseida, secuestrada –tomada como parte del botín de una de las tantas batallas– por Agamenón, le sea devuelta. Pero, si bien el resto de los jefes militares reciben de buen grado el gesto de Crises, Agamenón se niega y amenaza al sacerdote con estas palabras, aquí reproducidas de la excelente traducción de Emilio Crespo: “Viejo, que no te encuentre yo junto a las cóncavas naves, bien porque ahora te demores o porque vuelvas más tarde, no sea que no te socorran el cetro ni las ínfulas del dios. No la pienso soltar; antes le va a sobrevivir la vejez en mi casa, en Argos, lejos de la patria, aplicándose al telar y compartiendo mi lecho. Mas vete, no me provoques y así podrás regresar sano y salvo”.

El anciano sacerdote, asustado, se marcha en silencio y le ruega al dios al que sirve, Apolo, que los captores de su hija reciban un castigo y, cumpliendo con su servidor, Apolo enviará una peste a los griegos.

Los jefes militares vuelven a reunirse y allí el célebre Aquiles, una pieza fundamental del ejército de Agamenón, pide que se consulte a algún adivino el motivo por el cual los dioses les han enviado la peste. Calcante, agorero que “conocía lo que es, lo que iba a ser y lo que había sido”, toma la palabra, bajo condición de que Aquiles lo proteja, ya que lo que tenía para decir iba a enfurecer al comandante en jefe de las huestes griegas. Aquiles accede y Calcante señala lo que el lector ya sabe: Apolo está vengando el destrato a Crises, su fiel sacerdote.

Agamenón, como el adivino predijo, se enfureció. Pero accedió a devolver a la muchacha, a condición de tomar algo del botín del resto de los jefes griegos. Aquiles se indigna, y la discusión sube de tono entre ambos héroes épicos. Finalmente Agamenón lanza una amenaza: si él tiene que devolver a Criseida, Aquiles tendrá que darle a él a Briseida, una muchacha que éste tenía por botín.

Agamenón le dice a Aquiles: “…puede que me lleve a Briseida, de bellas mejillas, tu botín, yendo en persona a tu tienda, para que sepas bien cuánto más poderoso soy que tú, y aborrezca también otro pretender ser igual a mí y compararse conmigo”.

El poema se mete en la mente del Aquiles y nos cuenta que son dos las opciones que considera el guerrero. Por un lado, “desenvainar la aguda espada que pendía a lo largo del muslo”; por otro, “apaciguar su cólera y contener su furor”.

Pero cuando Aquiles ya estaba sacando la espada, la diosa Atenea baja de los cielos, se posa detrás de él –invisible para el resto de los presentes– y, tirándole de los pelos, le indica que no debe atacar a Agamenón, sino solamente injuriarlo de palabra y, en respuesta a la ofensa recibida, retirarse del combate. Así, le indica Atenea, luego de que los griegos sufran muchas pérdidas por no contener entre sus filas al mejor de sus guerreros, Agamenón terminará resarciendo sus actos y Aquiles recibirá el triple de regalos para apaciguar sus ánimos. Aquiles, se sabe, obedeció a la diosa.

A diferencia de lo que suele pensarse, el tema principal de la Ilíada no es la guerra de Troya (si bien sí narra algunos episodios de ese conflicto) sino “la cólera” de Aquiles. El primer verso del poema así lo indica, en su invocación a las musas: “Canta, oh diosa, la cólera del pélida [el hijo de Peleo] Aquileo, cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos [es decir, a los griegos]”.

La historia del derrotero que lleva al texto que hoy leemos como la Ilíada es extensa y no sería posible resumirla aquí sin hacer simplificaciones quizás engañosas, pero sí es destacable el dato de que, al menos en su núcleo histórico, hay cierto consenso en datar las partes más antiguas del poema hacia siete siglos antes de nuestra era, es decir, antes de Cristo. Si confiamos en la veracidad de los números que señalan los años en la historia de la humanidad, podríamos decir que las escenas que aquí reproducimos se remontan a dos mil ochocientos años atrás.

Además del placer estético que producen estas escenas del poema, también debería decirnos algo sobre la naturaleza de las relaciones humanas. Sobre todo de esa cólera, de los sentimientos violentos.

Si se observa esa escena de discusión, pueden verse cosas que han cambiado y cosas que no, o cosas que cambiaron sólo en alguna medida. Evidentemente el poder es algo que siempre está presente en las relaciones humanas. Quien tiene poder, por las circunstancias que fueren, lo ejerce de modo tal que encuentre beneficio para sí y para los suyos, en detrimento de aquellos otros a quienes no considera necesario beneficiar. Elementos como la guerra y la esclavitud no han desaparecido del todo en la actualidad. Puede que en algunos casos tengan formas más sofisticadas, pero seguramente no por eso menos terribles.

El poema muestra una escena primitiva, si se mira esos elementos. Pero también muestra algo de civilidad. Los jefes militares allí reunidos acatan normas de convivencia (válidas, eso sí, sólo para la elite que puede acceder a esos lugares). Hay una clara verticalidad, pero la palabra de algún modo circula, y se presta especial atención a las cosas que se dicen y los modos en que se las dice. Ocurre allí un tipo de política, que se basa en la oratoria como forma de no recurrir a una violencia tal que los lleve a todos a matarse entre sí.

La lingüista francesa Ruth Amossy, en su libro Apología de la polémica, señala algunas claves para entender qué nos pasa con el debate, la discusión pública y, principalmente, el disenso.

El disenso es para ella “el reverso del acuerdo social, la división de opiniones en el espacio público”. En general las sociedades occidentales modernas tienden a evitar por todos los medios posibles el disenso.

Por el contrario, sugieren muchos especialistas actuales, lo que debería ocupar a las democracias contemporáneas no es la búsqueda de eliminar los disensos, sino la búsqueda de una mejor gestión del conflicto de ideas. La convivencia tiene que ser posible para quienes no piensan igual, de eso se trata la democracia. Si todos pensáramos lo mismo, ¿por qué molestarse en discutir o votar, por ejemplo? Eso sí, para que sea posible un disenso que no lleve a la búsqueda de exterminar a quien no piensa como uno, debe existir una base común, algunos acuerdos que generen las condiciones en las que podamos confiar en el prójimo lo suficiente para creer en sus palabras y para saber que, frente al disenso, no habrá una solución violenta.

Los griegos personificaban a la discordia en la diosa Eris, cuyos ardides inician la guerra de Troya. A diferencia del resto de dioses y diosas, ella no fue invitada al casamiento del mortal Peleo y la diosa Tetis (futuros padre y madre de Aquiles). No fue invitada, claro, porque por su propia naturaleza generaba conflictos allí donde estuviera. En venganza –y, habría que decir, para sorpresa de nadie– Eris tramó un plan para generar conflicto en la boda.

Arrojó una manzana dorada, con la inscripción “para la más hermosa”, en el medio de las diosas, que comenzaron a disputársela. Zeus, para zafar de semejante incordio, le pide al mortal Paris que sea él quien dirima el conflicto.  Las tres diosas que se disputaban el trofeo tentaron al improvisado Juez de forma diversa. Hera le ofreció poder, Atenea le ofreció sabiduría, Afrodita le ofreció a la mujer (mortal) más hermosa, Helena. Paris eligió a Helena, la esposa de Menelao. El resto es historia o, mejor dicho, mitología.

Eris, a quien la traducción de Emilio Crespo nombra como Disputa, también participa en las batallas de Troya: “…Disputa, furiosa sin medida, hermana y compañera del homicida Ares [dios de la guerra], que al principio es menuda y se encrespa, pero que pronto consolida en el cielo la cabeza mientras anda a ras del suelo. También entonces sembró una contienda general entre todos y recorría la multitud acreciendo el gemido de los hombres”. Bellas y vuelteras palabras para decir que Eris inicia el conflicto siendo diminuta, para luego volverse gigante, su cabeza llegando al cielo.

Por Eris es que se le llama Erística al arte discursivo de buscar la victoria a toda costa sobre un enemigo. Amossy la define como la “búsqueda de la victoria a todo precio, y de los medios que permiten alcanzarla, sin consideración alguna de la verdad”.

Un texto tan antiguo como la Ilíada nos dice algo en parte primitivo, en parte actual, sobre lo político y lo discursivo. Sobre lo que nos pasa en torno al conflicto, sobre Eris y los peligros de su naturaleza.

Quizás el conflicto sea parte de la naturaleza humana, pero hay que tener cuidado. Muchos son los indicios de que las nuevas tecnologías de la comunicación y ciertos actores de la derecha están proponiendo y propiciando un mundo erístico, donde sólo se considera verdadero lo que coincide con los propios prejuicios, y donde alimentar la violencia (incluso el asesinato), se han vuelto una estrategia válida para alcanzar el poder. Las consecuencias serán mucho más palpables que las de los mitos y las leyendas.

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