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El terrorismo de Estado sobre los cuerpos de las mujeres

A 47 años del inicio de la última dictadura cívico-militar, reflexionamos sobre las formas de violencia por razones de género que sufrieron las mujeres secuestradas de manera ilegal.

Por Manu Abuela

Un 24 de marzo pero de 1976 la Junta Militar dio un golpe que duele hasta el día de hoy. Los militares, en complicidad con muchas instituciones, crearon una maquinaria al servicio del terror, un artefacto silencioso pero constante, visible pero oculto a la vez. Como un reloj cuyos engranajes nunca descansan, diseñados para disciplinar y controlar, para perseguir y torturar, para matar. Tic toc, tic toc.

Y de todas aquellas personas que fueron sometidas a todo tipo de tortura -física y psicológica- y dolor, de las cuales 30 mil aún hoy están desaparecidas, las mujeres fueron doblemente violentadas. Primero, por su condición de “subversivas”, y luego por su condición misma de mujeres. Sobre sus cuerpos recayó el castigo de salirse de la norma, de no quedarse en casa y andar en “cosa de hombres”.

Es que mucho recorrido analítico y académico tuvo que pasar pos dictadura para que las y los investigadores en la materia advirtieran que las mujeres eran sometidas a formas de violencia de género específicos en los Centros Clandestinos de Detención (CCD), y ésto aunque las denuncias por violencia sexual formaron parte de los relevamientos de la Comisión Nacional de Personas Desaparecidas (Conadep) durante el Juicio a la Junta de 1985.

Cuerpo de mujer, campo de batalla

Así, el plan que los genocidas llevaron adelante desde 1976 y hasta 1983 con el nombre de Proceso de Reorganización Nacional buscó, por un lado, disciplinar y aniquilar a la clase obrera que protagonizaba una etapa de ascenso y cuestionaba el poder de los grandes capitalistas, mientras la Junta implantaba un modelo económico neoliberal con Martínez de Hoz, que arrasó con la industria nacional.

Por otro lado, tuvo una particular saña para con las mujeres por ser doblemente trasgresoras, agregándose además el de romper con el molde que el sistema patriarcal les impuso desde siempre y tomar las armas para luchar. No es casual que Marta Lewin, sobreviviente de la dictadura, contó que cuando estaba siendo torturada tenía que escuchar a sus represores dirigirse a ella y decirle “Puta montonera, ¿En cuántas orgías estuviste? ¿Cuántos abortos te hiciste?”.

Los roles de género se delimitaron de forma taxativa, asumiendo que las mujeres tenían el “destino irremediable y natural” de ser madres y esposas, encargadas de las tareas del hogar, la crianza y el cuidado. Por eso, aquellas que cuestionaron con sus actos ese mandato, fueron duramente castigadas, haciéndose carne la dicotomía vírgen-prostituta, mujer buena-mujer mala, concibiendo a “la subversiva” como la que también trasgredía la “esencia femenina”.

Por eso, el relato de Marta Dillon en el juicio en el que se constituyó como testigo por la desaparición de su mamá, cobra más sentido a partir de una mirada con “lentes violetas” sobre el asunto: “Cuando se acusaba a las Madres de Plaza de Mayo de no haber cuidado lo suficiente a sus hijos, lo que se estaba diciendo es que las mujeres tenían que ser delegadas del control del terrorismo de Estado. Cuando a nuestras madres se las acusaba de haber elegido la militancia por encima del cuidado de sus hijos, se intentaba reponer a las mujeres en el lugar de sumisión”, expresó.

Investigación

Victoria Álvarez es miembra del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género del Conicet La Plata y realizó una investigación donde cuenta que durante la última dictadura militar, la mayoría de las mujeres secuestradas sufrieron formas de violencia específicas por su condición de mujeres.

La investigadora expresa que más del 30% de las víctimas del terrorismo de Estado fueron mujeres que, en tanto detenidas, sufrieron condiciones atravesadas por el abuso sexual, ya sean desde formas de esclavitud sexual hasta agresiones verbales como insultos, bromas, burlas y denominaciones inapropiadas, expresiones obscenas, comentarios y tonos lascivos que convierten al cuerpo en objeto. También tuvieron que soportar amenazas de abuso sexual y referidas al destino de sus hijos e hijas o de sus embarazos, muchos de ellos no deseados y productos de violaciones, inducción del parto, abortos provocados por la tortura, separación y apropiación ilegal de sus hijos (lucha que aún continúan Abuelas de Plaza de Mayo, en una cruzada por el derecho a la identidad).

Esto deja claro que es necesario pensar la experiencia de la tortura y secuestro ilegal desde una perspectiva de género, que permite ver el trato diferencial que sufrieron hombres y mujeres, dejando en evidencia la visión que los perpetradores tenían sobre las secuestradas: eran mujeres que se apartaban de la moral patriarcal que ellos valoraban, por eso eran castigadas. Los testimonios así lo exponen: “A las mujeres nos empezaron a manosear desde el primer día. Empezaron los manoseos y los insultos. Para ellos si eras mujer y militabas, eras puta. Y ya al segundo o tercer día, de los insultos pasaban a las violaciones” (Silvia Ontiveros, ex detenida).

El aparato disciplinador

Rita Segato afirma que “La violación y la dominación sexual son actos domestiadores, que tiene como rasgo conjugar el control no solamente físico sino también moral de la víctima y sus asociados.”. Es por eso que se concibe como castigo la violencia sexual para “encausar” a las mujeres en los roles socialmente establecidos.

Disciplinar, controlar, enviar un mensaje claro al resto de las mujeres que miraban, desde lejos y no tan lejos. Por eso, las investigaciones dejan claro que no fueron casos aislados, sino que los delitos sexuales contra las mujeres detenidas de forma ilegal durante la última dictadura fueron parte de aquel plan sistemático que orquestaron, con bombos y platillos, con palos y cuchillos.

De hecho, muchas mujeres que al inicio de su testimonio afirmaron no haber sufrido violencia sexual, al momento de que se les explicara lo que eso significaba (estar desnudas, recibir insultos misóginos, ir al baño acompañadas, la higiene personal, el manoseo, etc.) reconocieron haber sufrido abuso. Por eso, es importante concebir a la violencia sexual en un aspecto amplio.

Y todo eso dejó sus marcas. Así lo contó María Luz Pierola, sobreviviente: “No puedo estar en lugares cerrados. Por ejemplo, voy al baño y dejo la puerta abierta, siempre tengo la puerta abierta; no tolero estar encerrada. Creo que tiene que ver con el tema de la capucha, la sensación de ahogo y de la violación. Toda violación implica mucha culpa también y aparte mucha vergüenza. Es una de las torturas más denigrantes para una mujer, creo que tiene que ver con eso, el asumir digamos que vos fuiste violada es una cosa muy terrible, ese es el tema. Yo creo que hay muchas cosas que no se dicen, que no nos animamos a decir, este mundo privado que escondemos, que no lo largamos”.

A 47 años de aquel día, aunque esa maquinaria que se escondía detrás del reloj dejó de funcionar, todavía retumba su eco. Ese sonido que marcha, como si se fuera pero que aún permanece, resonando en la memoria personal de cada sobreviviente y en la memoria colectiva del pueblo. Tic toc, tic toc.

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